Era la última hormiga de la caravana, y no
pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de
azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en
varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el
paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el
papel color crema. Luego, sus patitas delanteras
tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo.
Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo,
dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de
las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de
nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer
intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin
embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón
quedara mejor situado para la operación de carga. Esta
vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó
el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante
pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar
bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya
estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La
hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la
superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las
seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después
de una momentánea detención, terminó por atravesarla.
Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el
terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La
hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una
detenida inspección de ambas porciones, y eligió la
mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese
instante libre, apareció una colilla aplastada. La
bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del
pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura
porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía
lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como
si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron.
Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga
cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida
carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue
hacia uno de los granos de azúcar que antes había
formado parte del medio terrón, pero no lo cargó.
Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta.
Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en
la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito
de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella
misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó
inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de
carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final
quedó bien afirmado, como una suerte de mástil
inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A
oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin
embargo, no había avanzado dos centímetros por la
superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió
aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada
sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó
a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el
palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con
parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y
todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las
patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito
rodó hasta detenerse diez centímetros más allá,
semicaído en una de las rendijas que separaban los
tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo,
emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante
posición representó en cierto modo una facilidad, ya
que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación
desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto,
la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada,
estaba ahora en una posición más cercana a la estricta
horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin
desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras
hormigas, con sus respectivos víveres, habían
desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la
madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el
papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó
una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto
de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la
hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y
un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el
piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la
hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del
cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el
tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la
hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La
hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado
de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo
de centímetro y medio. Le llevó varios segundos
rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y
reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí
estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él,
sin otro movimiento que un intermitente temblor en las
patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta
operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque
algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta
hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó
mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La
hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese
espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora
el paso era rápido, y el palito no parecía correr el
menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta,
la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo
alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y
concienzudamente aplastó carga y hormiga. La muerte y otras sorpresas |
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